Es autora de los libros Vizcarra, Retrato de un Poder en Construcción y Días Contados: Lucha, derrota y resistencia del Perú en pandemia. Este último, ganador del Premio Nacional de Literatura 2022, fue escrito a cuatro manos junto al periodista Luis Jochamowitz y narra en clave crónica el primer año de la emergencia sanitaria. Cuenta las historias de los poderosos que tomaron las decisiones, de los funcionarios y profesionales que daban la lucha desde el enorme aparato estatal, y de los ciudadanos de a pie que buscaban sobrevivir a una batalla que se perdió desde el arranque.
Han contado que la idea del libro nace de una conversación entre ustedes dos durante el encierro. ¿Qué los motivó a escribir un libro sobre la pandemia mientras esta ocurría?
En realidad, la idea fue de Luis, quien ha sido mi profesor en la UPC y con quien he llevado talleres de escritura. A los cronistas nos da siempre esta locura de escribir sobre lo que está pasando, en el momento en que sucede. Todo empezó a mediados de marzo: yo recibo una llamada de Lucho que me dice: “Rafaella esto tiene que escribirse y nosotros tenemos que ser quienes lo escribamos”. Primero le respondí que no. Dije: “lo siento, pero yo vengo de haber escrito un libro y sé que es dramático y te cambia la vida entera”. Pero luego lo pensé mejor y me dije: “me voy a arrepentir si no lo hago”. Era como una urgencia personal, interior. Literalmente, era lo único que podíamos hacer, porque se venía una larga temporada de encierro, y fue como un salvavidas. Pero no solo eso: tenía que contarse por una necesidad de entender.
Aquellos eran días de sobrecarga informativa sobre la pandemia. ¿Cómo lograron encontrar un enfoque novedoso entre tanto ruido?
El sistema de trabajo con Lucho ha consistido siempre de mucha conversación en su casa. La primera pregunta que nos hacíamos era: ¿Por dónde empiezas a contar una pandemia? Sabíamos que teníamos que mostrar nuestra propia mirada del suceso, no contarlo fríamente, tampoco involucrarnos como protagonistas, pero sí que se sintiera que había alguien detrás. Y eso pasaba por respondernos más preguntas. ¿Qué era la pandemia? Todos los días había algo nuevo que saber sobre ella o se deconstruía lo que creíamos saber. Rápidamente, nos dimos cuenta que esto tenía que contarse, también, como un acercamiento al poder. Porque había que saber qué decisiones se estaban tomando, para bien o para mal. En un principio, nos planteamos contar los primeros seis meses y terminar el libro en julio. Pero, luego se convirtió en algo inabarcable. Se sucedían tantas cosas… Era tan sucio lo que veíamos suceder, había tanta impotencia, que no podíamos dejar de escribir y contar.
El camino nos afectó física y emocionalmente. Estábamos muy presentes en un tema rodeado de muerte. Cuando Lucho caía, yo lo levantaba; cuando yo caía, él estaba cerca. Era la única manera de soportarlo. Varias veces nos ocurrió que nos sentábamos en la oficina de un ministro o ministra de madrugada y, en lugar de responder, acababa desahogándose y llorando. Hay algo muy potente en aquel que está en el poder tratando de demostrar que todo marcha, pero que, apenas le preguntan “¿cómo va todo?”, se va al diablo. Este país se destapó. Este país tiene goteras por todos lados y fue muy fuerte comprobarlo. Salir de la entrevista, mirarnos y decir: “¿cómo es posible que seamos esto?”. Que un esfuerzo esté tan aislado de otro, que el Estado no converse con los privados, que los privados hagan su intento por llegar al Estado y que este les ponga muros. Y, en el medio, estábamos nosotros, los peruanos.
¿Cómo delimitaron qué fuentes tenían que entrevistar?
No queríamos que fuera un libro demasiado duro ni dramático (a pesar que tiene drama). Sabíamos que necesitábamos encontrar un equilibrio entre las fuentes políticas, duras, técnicas y meramente informativas (con nombre o sin nombre, citables o no citables), y las fuentes humanas que nos dieran el relato literario. Entre estas últimas, destaco dos tipos de personas. Primero, los funcionarios anónimos que pululan en los ministerios, que son asesores de los que toman las decisiones finalmente. Estas personas, que conocen el monstruo por dentro, fueron las que se dieron cuenta primero que esto se venía y que era grave. Les damos voz, sobre todo, a dos o tres muy importantes. Por otro lado, están los trabajadores de la salud. No solo médicos, también los enfermeros y los gestores del sector. Frustradísimos todos; eran gente con mucho miedo, pero sin un ápice de duda sobre lo que tenían que hacer. Nos hemos topado con gente por la que hay que sacarse el sombrero. Si algo hay que rescatar de este tiempo, es esa humanidad reflejada en estas personas. Ellos aceptaron contarnos su día a día porque sentían que no tenían nada que perder y era lo único que quedaba por hacer. Quizás, si se contaba, algo podía cambiar.
¿Cuáles fueron las mayores dificultades en términos de cobertura?
Yo tenía el pase de periodista, así que podía movilizarme por las calles. Sin embargo, en paralelo, Lucho y yo incursionamos en la entrevista por Zoom, a través de una pantalla. Primero, porque teníamos que ser cautelosos y cuidarnos, pero, sobre todo, porque era lo primero que pedía la mayoría de las fuentes. La entrevista a distancia tenía ciertas ventajas: nos podíamos ahorrar el tiempo de traslado y, en ocasiones, las fuentes se olvidaban un poco del tiempo, se soltaban más. Por otro lado, había ministros y viceministros que sí necesitaban que vieras las cosas in situ. Ellos sí sabían cómo protegerse: tenían doble mascarilla, distancia, alcohol, el protocolo estricto. Aunque, de todas maneras, íbamos con miedo. Nos sorprendió que, a lo largo de los diez meses de trabajo, no hayamos caído enfermos.
¿Cómo abordaron la parte documental de la cobertura?
Todos esos funcionarios “anónimos” de los que hablé hace un momento son todos científicos; tienen mucha experiencia en estadística, en análisis de datos. Era clave que, además de proporcionarnos la data, nos la explicaran. Y nos dieron la facilidad de hacerlo cuantas veces fuese necesario, porque era cambiante. Cifras de muertes, conteos de casos, pruebas tomadas y por tomar, pruebas compradas y no compradas, rápidas y otras. Era demasiada información científica que solo pudimos procesar con su ayuda. Algo que también nos sirvió fue el conjunto de decretos ministeriales y decretos supremos, ordenados cronológicamente, del Ministerio de Economía, que entonces era el que estaba mejor organizado en cuanto a su presupuesto, proyección y plan de acción. Además, tuvimos que fabricar nuestra propia cronología en base a los discursos que Vizcarra daba todos los mediodías. Era un trabajo difícil que no podías dejar de hacer, pues de un día a otro pasaban muchas cosas.
¿Hay alguna entrevista que te haya marcado personalmente?
Puedo hablar de dos. Recuerdo mucho la conversación con Anamaría Romero, la última hija de Mario Romero, a quien los medios apodaron como “El ángel del oxígeno”. Esta chica me contó, paso a paso, cómo transcurrieron los veinte días desde que su papá decidió abrir su distribuidora de oxígeno en San Juan de Miraflores, en la calle, y atender desde las cinco de la mañana a las siete de la noche, hasta que finalmente él se contagia, se interna y muere. Esa entrevista fue reveladora. Te presenta a ese Perú indolente. A ese Perú en el que coexisten las colas de familias rogando por oxígeno y los revendedores; el Perú de quienes hacen la fila para revender al triple a media cuadra. Cuando el señor Mario necesitó un medicamento para el dolor, porque estaba totalmente entubado, de pronto, este medicamento había desaparecido de las farmacias. Y, a los hijos, les llegaban mensajes en los que les ofrecían a cien soles una pastilla que realmente costaba un sol. En esa entrevista, esta chica, completamente dolida, se dio cuenta que ese país era el mismo en el que había vivido su papá, un ángel de verdad.
La otra entrevista que recuerdo fue la última que le hicimos a Martín Vizcarra, cuando aún no sabíamos que él estaba vacunado. Tiempo después, recordando aquel encuentro, reparamos en que, ese día, él llegó muy campante y se sentó muy cerca de nosotros. Estábamos con mascarilla y, de pronto, él se la sacó. Lo teníamos a cincuenta centímetros de distancia, conversando tan panchamente de lo que nos quería contar. A los dos meses sale que el hombre ya había pasado por la aguja. Si en algún momento creyó haber creado algún tipo de liderazgo, se fue por la borda con ese acto.
¿Cómo fue el proceso de escribir el libro, una vez terminada la cobertura? Esto teniendo en cuenta que se hizo a cuatro manos.
Hemos comprobado que es bien difícil trabajar con alguien más: cada persona tiene su estilo y necesita su espacio, su propio tiempo. Pero no es imposible, siempre que se converse bien y uno se lleve bien con el otro. Era nuestro caso. Desde un principio, a Lucho se le hizo fácil encargarme a mí los temas que requerían trabajar con información más técnica. Tenemos un capítulo completo dedicado a la búsqueda de camas UCI desde el Estado, y para eso había que manejar un montón de cifras, cuentas, datos, estadísticas, y procesarlo de manera que no fuese aburrido. De esos temas me encargué yo. Lucho, por su parte, era el cerebro que veía las cosas desde arriba. Él identificaba rápidamente “aquí falta esto, aquí falta lo otro”. Él se ocupaba de los textos más literarios como, por ejemplo, el primer encuentro de los humanos con el cierre del mundo, con la ciudad vacía, con la pobreza, que se hizo más evidente.
¿Qué referencias tuvieron presentes al momento de la escritura?
La mía fue A sangre fría de Truman Capote. No lo pude releer, pero sí revisé inicios, episodios, escenas. Teníamos claro que no podía haber ni un solo párrafo sin escena. Estar de acuerdo en eso era un avance tremendo y normalmente lo estábamos. Nos sirvió mucho intercambiar nuestros textos. Lo que yo terminaba se lo daba; él lo analizaba, lo estudiaba, lo modificaba, lo acomodaba, sugería; y lo mismo hacía yo con sus textos. Por supuesto ese proceso tuvo un ida y vuelta muy complicado, era una negociación permanente. En ocasiones, hemos estado en desacuerdo un día entero, 24 horas, pero a la hora 25 alguien cedía. Hay que aprender a hacerlo también, por respeto al trabajo de uno mismo y el del otro. Yo a Lucho lo respeto por completo. Ha sido un maestro para mí, y lo sigue siendo. Lo curioso de trabajar con él es que corrige a mano. Y no con cualquier lapicero: con sus plumas. Así que cada hoja tenía un montón de anotaciones a los lados que, luego, tenía que pasar a la máquina. Era todo muy prehistórico, aunque, al mismo tiempo, enriquecía el proceso. En cierto momento, los dos sentimos que necesitábamos un tercer ojo, y ese fue Joseph Zárate. Trabajamos con él durante casi cuatro meses: nos corregía lo que tenía que corregir, nos decía a la cara lo que funcionaba y lo que no. Tenía una mirada de fuera que era necesaria
¿Tienes vivo el recuerdo de los cursos de Periodismo Literario? ¿Alguna lección te sirvió en el proceso de creación de este libro?
Fue maravilloso. La facultad fue pionera en proponerles a sus alumnos el desafío de escribir un libro. Es una universidad que le da mucha importancia a la escritura creativa periodística. Eso nos abrió las puertas a muchos de nosotros que ahora compartimos el oficio con la literatura. Nos hizo creer que podíamos escribir. Tuvimos la suerte de tener maestros que leyeron en nosotros algún pequeño talento y que hicieron todo lo posible porque lo explotáramos. Yo llevé el curso en dos ciclos seguidos con Julio Villanueva Chang. Él era muy estricto. Era tremendamente tirano para decirnos la verdad. “Este capítulo no sirve”. O: “Te rescato este párrafo, puedes seguir por acá”. Te invitaba a seguir peleando por ese texto. Por hacer algo legible, claro, atractivo; por hacer que el lector no se vaya de tu página.