Es cofundadora del portal Salud con Lupa y forma parte de la Unidad de Periodismo de Datos de El Comercio. Es autora de Niñas sin infancia. La normalización del abuso en la selva peruana, una investigación periodística que realizó en cuatro distritos de la Amazonía -Indiana, Mazán y Puinahua, en Loreto, y Nieva, en Amazonas-, y en la que conoció los testimonios de niñas y adolescentes que habían sido víctimas de violación. El texto, escrito en forma de crónica, no solo relata sus historias, también retrata una problemática que es tomada con perturbadora naturalidad en muchas localidades del Perú.
Has contado que tu primera aproximación a este tema ocurrió en el ejercicio de tu profesión. ¿Cuál fue el elemento disparador de esta investigación?
A finales de 2016 yo tenía mucho contacto con la periodista de investigación Elsa Úrsula, quien estuvo en Mazán. Recuerdo que en una ocasión me dijo que en este distrito de Maynas (Loreto) “ocurren las siete plagas del demonio”. Yo le pregunté cuáles eran, y me respondió que ahí había un problema de abuso sexual muy arraigado, y también de machismo. Me contó que es muy complicado abordar la violación sexual porque, de alguna manera, se iba en contra de ciertas ideologías y elementos culturales que ellos ya tenían marcados. Por ejemplo, en la comunidad de Mazán -una de las que forman parte del distrito de Mazán- si el que comete este tipo de abusos es un foreño (como ellos llaman a los que vienen de afuera de la comunidad), sí hay cierta indignación. Pero si lo hace alguien que pertenece a la comunidad, no había respuesta. Yo me quedé impactada por este choque cultural. ¿Por qué a los foreños sí y a los miembros no? ¿Este era el único lugar donde ocurrían este tipo de situaciones?
En el 2017, cuando estaba trabajando como practicante en Ojo Público, pude formar parte de un proyecto llamado Ser niña en Latinoamérica. La idea era abordar las principales problemáticas a las que se enfrentan las niñas en cinco países; a nuestro medio le tocó el caso peruano. Mientras buscábamos un enfoque para este tema, mi editora de entonces encontró un paper de la Universidad Católica que mencionaba que, en Mazán, entre el 60 y el 70 % de mujeres había sufrido de abuso sexual en algún momento de su vida. En ese momento, al escuchar el nombre Mazán, sonó un click en mi cabeza.
¿Cómo transcurrió tu primera visita al lugar?
Viajamos a Loreto. Para llegar a Mazán, primero, se debe recorrer el río Napo por casi una hora, se pasa por Indiana y se toma un motocar de unos ocho minutos hasta el destino final. Lo primero que hicimos al llegar fue visitar la DEMUNA y la jefa, Nancy Guerrero, nos dijo que, efectivamente, había un gran problema de embarazo adolescente y abuso sexual entre las niñas. Justamente, ese día, ella se iba a visitar a una niña que había sido abusada; acababa de localizar a la madre, porque vivía con la abuela. “¿Me quieren acompañar?”, nos preguntó. Era terrible encontrar un caso apenas llegábamos, pero fuimos.
En esa visita, me encontré con la escena que inicia el libro: es Bris, asomándose por la ventana de la casa, mirando un rato y, luego, desapareciendo. Conversamos con ella y, al poco tiempo, empezó a contarlo todo. Yo sabía, por otros casos que había cubierto en Lima, que era complejo que todas las niñas tuvieran esa misma apertura para contar. Pero ella tenía mucha indignación, mucha rabia, se notaba por cómo hacía un nudo con el vestido de su hermana. Lo ataba y lo seguía atando y lo seguía atando. Y se hacía preguntas ella misma, como tratando de encontrar una explicación a por qué su hermana mayor le había hecho esto: la había, prácticamente, vendido a su jefe. La reacción de la mamá iba en la línea de “yo le dije que ella no se escapara, yo se lo advertí”, y terminó con un “es su culpa”. Eso fue muy impactante para nosotras. La mamá empezó a llorar de rabia, la abuela lloraba a un lado, la hermanita menor, que era una bebé, también. Todas lloraban menos Bris, que trataba de desatar el nudo. Bastante simbólico. Tratando de responder a esas preguntas que ella misma se había formulado.
Cuando regresamos de Mazán, pasamos de nuevo por Indiana. Era un poco tarde y no pudimos salir de inmediato hacia Loreto, así que decidimos ver cómo estaba la situación allí. Recuerdo que fui a la comisaría y le pregunté al comisario cuántas denuncias por abuso sexual había. También le pregunté sobre una noticia reciente: se contaba que una joven había sido abusada por el comisario anterior y un oficial; la chica estaba embarazada. Me respondió que ambos efectivos habían sido movidos del cargo, a otro lugar. Y agregó: “Pero esta chica tiene un novio. Y si tiene un novio, lo más probable es que ya no sea virgen. El hijo puede ser de su novio, ¿no? Aquí no hay abuso”. Luego dijo que sí tenían las cifras, pero que en ese momento no las encontraban; y que, además, eran muy pocas, unos tres casos. Eso me sonó un poco raro. Me dije que aquí había que regresar y ver qué sucedía. No bastaba con ir un par de días y ya, se requería de mucho más tiempo para hablar con las niñas. Si ocurría en Mazán, y probablemente también en Indiana, ¿qué pasaba con los otros distritos que están al lado?
Has contado que el proyecto como libro nació en el curso de Periodismo Literario. ¿Cómo le planteaste el tema a tu profesor?
Cuando entro a Periodismo Literario I, que llevé con Daniel Goya, yo tenía algunas dudas. Es que era un poco riesgoso: estaba trabajando en Ojo Público y es un curso bastante demandante. Tampoco sabía si iba a poder viajar y reportear. Pero la necesidad de responder a las preguntas que tenía fue mucho más grande. Le mostré al profesor el especial que habíamos hecho, le conté que había otros casos y que yo creía que era algo sistemático. Le dije que la data coincidía en varios factores: en deserción escolar, en embarazo adolescente, en las denuncias. También apunté que yo creía que esto no solo ocurría en Mazán o Indiana, sino en todos los distritos y caseríos que están alrededor. “¿Cómo lo ves?”, le pregunté, finalmente. “Yo no entiendo por qué dudas”, me respondió. “Este es el tema, tienes que hacerlo. Lánzate”.
¿Cómo definiste cuáles eran las fuentes que necesitarías para contar estas historias?
Desde Lima, lo más accesible para mí era conseguir información de entidades, pues iban a tener un mayor acceso a la data que en el mismo campo. Empecé a hacer una lista de entidades, organizaciones y expertos: Ministerio de la Mujer, Ministerio Público, la Fiscalías que trabajaban en el lugar, organizaciones como PROMSEX. Cada entrevista que realizaba, si bien me respondía a las preguntas que tenía, me abría un nuevo campo.
También me ayudó mucho conversar con los investigadores de la Universidad Católica que hicieron el primer estudio. Ellos me dieron muchas pautas sobre con quién hablar y cómo llegar a las niñas. Le escribí a la antropóloga que había hecho trabajo de campo en ese estudio, Sofía Vizcarra, quien había conversado con las niñas. Me dijo en qué lugares había podido encontrarlas a ellas solas, ya que en sus casas no iban a decir nada; podía ser en las canchas de vóley a la entrada de Mazán o en los parques, pero que había que tener cuidado: alguien podría pensar que se las está persiguiendo. También me contó que, en los bares, había niñas trabajando, pero que también había que tener cuidado porque los dueños siempre estaban vigilando.
A la par de mi lista de expertos y entidades, fui creando una lista paralela con las historias de las niñas. Le hice una línea a cada una: “para terminar de contar la de esta niña, necesito hablar con esta persona y esta otra; necesito esta información oficial”. Tenía muchas listas: en computadoras, libretas de Ojo Público, cuadernos de la universidad. Luego las unía y las pegaba para ver cómo iba la investigación. Marcaba a las personas con las que ya había hablado y, luego, lo pasaba a la computadora.
¿Qué fue lo que se te hizo más complicado en términos de cobertura?
Hablar con las niñas. Han sido las entrevistas más complicadas que he hecho. Tanto por el acceso físico a ellas, como por el acceso a sus historias. Lo que descubrí fue que yo tenía que abrirme primero y romper mis propias barreras, para que ellas entraran en confianza conmigo y pudiéramos conversar. Estamos hablando de niñas que han perdido, precisamente, la confianza en todos. Las personas más cercanas a ellas son las que las han traicionado. Ellas no confían en nadie. Y también hay que saber cuándo parar con ellas. Tener mucho tacto para ver sus gestos, movimientos, expresiones.
La otra gran dificultad radicaba en hablar con las autoridades. No solo por el hecho de que no quieran hablar, sino también por las cosas que escuchabas. Porque, como periodista, no puedes exaltarte y reclamarle algo. Muchas veces quieres samaquearlo. Pero no puedes, porque estás escuchando una historia y tienes que saber cuáles son esas líneas que no debes cruzar. Es difícil no tener muchos sentimientos. Es algo que sucede con las niñas: tampoco puedes ligarte tanto que pierdas cierto nivel de objetividad.
Dadas las características del tema, ¿se te hizo difícil encarar el proceso de escritura?
Es lo más difícil que he escrito. Mi gran miedo era caer en amarillismo y en revictimizarlas. Tenía pánico. Cuando se presenta un caso de violación sexual en televisión o en un diario, usualmente, las palabras, el tono, las imágenes, la música que acompaña, todo, está orientado a darle mayor dramatismo al asunto. Es dramático de por sí: no tienes por qué colocar todo eso para añadir más drama. Yo quería decir que esto es algo horrible, sin poner las palabras “esto es horrible”. Y sin revictimizarlas. Que luego ellas lo lean y sepan que pudieron botarlo.
El solo hecho de escuchar el audio ya era difícil; cada cierto tiempo, tenía que salir y hacer otra cosa para, luego, volver a entrar. La primera hoja, la entrada, fue lo más rápido que pude escribir. Después, me demoré muchísimo en encontrar las palabras; me pasaba horas con una sola línea, sin poder continuar. Tenía miedo de colocar palabras que fueran muy explícitas; y, si no era muy explícita, temía que las personas no entendieran la gravedad de lo que había sucedido. Me ayudó mucho conversar con Daniel, mi profesor. Y leer a autores que hayan abordado temas diferentes, pero que ayudaran a llegar al tono. Leí Guerras del Interior, de Joseph Zárate, como unas treinta veces.
¿Qué estrategias usaste para organizar tu material?
Tenía una estructura por escenas, algo que me enseñaron en el curso. Filtraba las que, yo sentía, estaban más completas y que me permitieran contar una historia redonda; aquellas en las que tenía el testimonio de la sobreviviente, pero también el del hermano, el primo, el de la entidad, el del experto. Tuve que seleccionar con qué historias me quedaba o decidir cuáles representaban a otras, lo que es difícil porque ¿cómo eliges cuál es más fuerte que otra? Para mí, todas indignan. Y, al mismo tiempo, todas te hacen ver a esta persona y decir “guau, ¿hasta dónde puede llegar su fortaleza?”.
¿Qué consejos le darías a alguien que va a llevar el curso Periodismo Literario?
Primero, que elija un tema o un personaje que realmente le apasione; tanto, que ningún contexto externo pueda impedirle responder las dudas que le suscita. También diría que elija un tema sobre el que tenga muchas dudas. Tuve que escribir el libro en un momento muy complicado para mí. A inicios de 2020, yo estaba con una depresión fuerte. Esto me detuvo en muchas cosas, pero no en esto. El tema siguió en mi cabeza. Yo realmente necesitaba responder a las preguntas que me despertaba. Y, de alguna manera, me ayudó mucho volver a las historias de estas niñas, por la fuerza que transmiten. Me ayudaron mucho en mi propia historia.