Es comunicadora, periodista, docente e investigadora. En 2016 publicó El rey Tunki: Wilson Sucaticona y la historia del mejor café del mundo, un libro que tiene como protagonista a un hombre que, junto a su familia, produce un café orgánico multipremiado en una de las zonas más retiradas de la selva de Puno. Como ella misma cuenta en el libro, para esta investigación periodística tuvo que hacer trayectos de hasta cuatro días y tuvo que andar por una montaña empinada por alrededor de cuatro horas; solo así pudo conocer la tierra donde habitan los Sucaticona, convivir con ellos e, incluso, cosechar a su lado.


¿En qué circunstancias ocurrió tu primer acercamiento a la historia de Wilson Sucaticona?

Fueron varios los factores que me llevaron a él. Me llamó la atención cómo es que este hombre, que habitaba un espacio desconectado de las grandes ciudades (como Tunkimayo, un lugar casi perdido de la selva de Puno), había logrado cautivar a los paladares más exquisitos del mundo. Me atrajo también que habitara en un sitio donde no había la tecnología ni los recursos necesarios para lograr esta hazaña. Esto despertaba mi curiosidad. ¿Acaso nuestros dilemas y dificultades, y nuestro modo de resolverlos, definen quiénes somos? Wilson, además, es aymara, así que tenía todo un bagaje y una riqueza ancestral que iba más allá del producto. Todos estos elementos hicieron que, al leer los artículos que hablaban sobre un café puneño que había ganado el premio número uno en la categoría mejor café especial de origen (en la Feria de la Asociación de Cafés Especiales de América, Estados Unidos), yo me quedara asombrada. Tenía que conocerlo.

Has contado que el libro nació en el curso de Periodismo Literario. ¿Cómo fue el trabajo junto a tu profesor para delimitar la investigación?

Fue maravilloso. A mí me guió el periodista Ángel Páez. Recuerdo que él insistía en que el tema me debía interesar. ¡Pero me interesan tantas cosas! Armé una lista con alrededor de diez personajes y fui descartando. Delimitaba uno, no me gustaba, y pasaba al siguiente; hasta que encontré a este, que me fascinó. El profesor me ayudó a planear el primer acercamiento con Wilson, la manera de abordarlo, y hasta cómo decodificar ciertos códigos suyos que yo no terminaba de entender y que me dejaban en la nebulosa. Llegado el momento, juntos llegamos a la conclusión de que tenía que lanzarme e ir a buscarlo. Era un viaje peligroso. Ahora lo veo en perspectiva y digo: “¿Qué estaba pensando?”. Pero entonces (a inicios de mis veintes) lo que me movía eran las ganas de sacar el proyecto adelante. Puerta que se abría, puerta por la que avanzaba.

¿En qué términos ocurrió esa primera aproximación?

Llegar a Wilson fue súper complicado. Él y toda su familia están encapsulados. Y, en ese tiempo, no teníamos todas las tecnologías de la información que tenemos ahora: solo había celular. Wilson no es alguien a quien suelas encontrar en casa. Tampoco podía llamar y pedir que me dieran su teléfono personal, porque me preguntaban para qué lo necesitaba. Y esto se sumaba a que nunca agarraba la señal. Diez llamadas después, recién pude llegar a él. El primer contacto fue un poco extraño. Él no entendía del todo el proyecto que yo quería hacer. Me decía: “Ya, pero ¿por qué?”. Estaba muy interesado en saber qué le iba a dar yo a cambio. Le dije: “Te voy a dar esta historia a cambio”, y él solo me respondió “bueno”. Conforme fui haciendo una segunda y una tercera llamada, me comencé a dar cuenta de que teníamos un montón de cosas en común y me fui enamorando del personaje. Yo me veía reflejada en él. Porque yo soy así: cuando algo no me sale, me enterco. Y puedo ser necia y obsesionarme con algo. Él, de algún modo, es de la misma manera con su café.

¿Cómo fue el proceso de planear la cobertura y delimitar las personas a las que ibas entrevistar?

En clase hicimos una lista, tenía como veinte fuentes posibles. Partí de su núcleo cercano y, desde ahí, comencé a abrir el espectro: el núcleo de los amigos, el de la cooperativa, el de los trabajadores, otros caficultores. Recuerdo que viajé a Moho, donde él nació, y hablé con los vecinos. Fue un ir de adentro hacia afuera. En sí, Wilson es un hombre de pocos amigos. Habla poco. Pero, así como trabaja mucho, también disfruta mucho, y aprecia lo natural. Lo simple. Detrás de esa simpleza había toda una maraña, algo que se escondía.

¿Cómo lograste romper esa reticencia inicial que tenía Wilson?

Inicialmente, como digo, él no me quería hablar. En sí, ganarse la confianza de alguien es sumamente complicado; lograr que un aymara te abra las puertas, te meta a su casa y permita cierta intimidad, lo es aún más. Creo que lo conseguí recién después del primer año. Las palabras y los actos fueron determinantes para ganarme la confianza de Wilson. Él no pensaba que yo iba a llegar. Otros periodistas lo habían visitado antes, pero él me contó que nunca una mujer. Ese desafío me motivó más. Me dijo que me esperaba tal día y tal hora al pie del cerro Tunkimayo. No hubo confirmación del encuentro. No había manera de llamarlo y decirle dónde estaba o si me había perdido. Y eso me gustaba: que sea tan directo, tan práctico.

Recuerdo que llegué al pueblo, a Putina Punco, a las dos de la mañana, dos horas y media antes de la cita. No había dormido en las últimas cuarenta y ocho horas porque estaba de trayecto en trayecto y, la verdad, es que me moría de miedo. Si bien en Putina Punco hay tránsito de café, oro, coca y otros productos, es un sitio muy convulsionado. Aparentemente tranquilo, pero peligroso. Los hospedajes son contados con las manos y, en su mayoría, están ocupados por hombres. Recuerdo que saqué un cuarto sin ventanas que olía a insecticida Raid. Cuando le pregunté a la dueña si tenía otro que no tuviera ese olor, me respondió “qué raro”, y empezó a echar más. Es que habían cucarachas voladoras. Me quedé sentada en una silla esperando hasta las cuatro y media de la madrugada, la hora de nuestra cita.

Cuando me lo encontré, asintió con la cabeza y me dijo “vamos”. Empezamos a trepar; yo tenía buen físico, pero no era nada fácil, igual me cansaba, era otro ritmo. Recién entonces nos comenzamos a entender. Yo creo que mi personaje tenía más prejuicios conmigo que los que yo tenía con él. Quizás me veía muy delicada, quizás creía que yo no iba a comer con la mano o que no iba a comer lo mismo que ellos comen. Pero no: yo igual me siento y como en la tierra, no hay problema.

En el libro cuentas que hubo un momento en que llegaste a trabajar para Wilson y a cosechar café con su familia. ¿En qué circunstancias se dio esta situación?

No se me había ocurrido inicialmente, pero fue producto de nuestra dinámica. Al hablarle del proyecto, él siempre repetía la misma pregunta: “¿Qué me vas a dar a cambio?”. Y yo no sabía qué cosa le podría interesar. No hablábamos de dinero: en ese tiempo yo no estaba trabajando aún, era una estudiante, y todo lo que ganaba en pequeños trabajitos lo destinaba al ahorro para los tickets de avión, el pasaje, la estadía. Se me ocurrió decirle: “No te preocupes, no vas a tener que contratar a un hombre más porque voy a cosechar contigo”. Bueno, me respondió, voy a ahorrar tanto dinero, vas a cubrir los días de tal persona. A cambio, él me pagaba con hospedaje y comida. Y estaba bien. Había una dinámica de trueque. Al final, lo medular para mí eran todas las cuestiones que rodeaban su trabajo: los ritos que tenía para comer, cómo rezaba, qué decía, cómo agradecía, qué fumaba y por qué lo fumaba. No había otra manera de verlo, y nadie me lo podía contar, ni siquiera él.

En términos de investigación, ¿cómo te tuviste que documentar para narrar esta historia?

Tuve que estudiar sobre las distintas variedades de café que existen. Recibí clases de cata en el mismo Putina Punco, en un laboratorio hermoso con todos los cafés de la región. Esto fue muy útil para poder describir un café. Al catar, se sienten diferentes matices, y aquel que predominaba, era el que debía señalar. También recibí clases de cata de especialistas en café en San Francisco (Estados Unidos), lo cual me sirvió para saber qué es lo que se tiene en cuenta en una evaluación internacional: el aroma, el sabor, la textura. El café de esa región tiene características muy especiales, es muy distinto al que yo acostumbraba tomar. A simple vista, parece aguado, pero es lo que permite ese aroma floral, ese achocolatado. Había distintas variedades, pero todas tenían un punto en común: la acidez. Esto no les gusta a todo el mundo, pero hace que, en el paladar, brote otro sabor.

También me ayudó leer sobre el tema. La literatura inglesa, por ejemplo, tiene palabras muy específicas; aunque la riqueza del español es que tiene mucha más variedad. Ellos se limitan a un número de aromas o clasificaciones, mientras que el peruano, ¡uf! Eso me permitía hacer maravillas en el texto.

Háblanos sobre el proceso de escritura. ¿Planteaste alguna estrategia para narrar esta historia?

Recuerdo que, en un inicio, abrí el texto con una escena que me pareció super potente: Wilson, a las cuatro de la mañana, fumándose un mapacho y enterrando unas hojitas de coca. Estábamos, aparentemente, en medio de la nada, cada uno tenía una taza de café y se sentía aún el viento. Me gustaba ese inicio; sin embargo, a medida que iba avanzando con la limpieza del texto, me di cuenta de algo importante: su historia era conocida por lo que había ganado. Así que decidí arrancar por el final, con el premio, y luego ir de atrás hacia adelante.  Durante la escritura no tuve muchas dudas. Tenía claro qué tenía que hacer. Cada capítulo lo inicié con una escena que lo pintara de cuerpo entero. En una pared, con hojas bond, armé una especie de moodbard, que me ayudó a articular y ordenar el material.

¿Cómo fue el tránsito del proyecto desde el final del curso de Periodismo Literario hasta su publicación?

Los dos ciclos que uno dedica a Periodismo Literario, al final, se quedan cortos. El curso acabó, se terminó la universidad, pero el manuscrito se siguió trabajando y mejorando. Otros ojos empezaron a verlo. Invité a un par de personas para que lo lean, pero no les interesó mucho. Al cerrarse esas puertas, pensé que ahí quedaba el asunto. Pero un amigo muy querido, el periodista Marco Méndez, me animó a retomar el proyecto y presentarlo al Fondo Editorial UPC, donde finalmente vería la luz en forma de libro, casi cuatro años después.

¿El libro cambió mucho de cara a la publicación?

Hubo, sobre todo, un trabajo de actualización. También algo de cobertura. Porque el personaje estaba en un momento distinto. Ya era otro. Yo conocí al Wilson de la chacra; y él entonces ya solía viajar a Lima para ferias, estaba en contacto con otros caficultores, con otros dueños, exportadores; ya tenía otro semblante y manejaba el castellano sin ningún problema. Ese tipo de cobertura sí la integré al producto final.

Para finalizar, ¿qué consejo le darías a alguien que está por realizar un proyecto como este?

Leer. Si quieres escribir algo, tienes que leer mucho más. Planificar es importante también: esbozar la estructura del libro, escribir a mano la hipótesis que tienes de tu personaje, armar un cuadro 360 de los personajes de la historia, señalar los núcleos importantes. En un proyecto como este, uno puede sentirse un poco perdido, pero mientras tengas claro el horizonte y el camino, la travesía va a ser más llevadera. Y, por último, lo más importante: creer en uno mismo. Si no crees en tí, vas a tenerlo bastante complicado.

El rey Tunki: Wilson Sucaticona y la historia del mejor café del mundo

Autor: Paola Palomino

Año de publicación: 2016

Editorial: Editorial UPC

Páginas: 85

El rey Tunki: Wilson Sucaticona y la historia del mejor café del mundo

Autor: Paola Palomino

Año de publicación: 2016

Editorial: Editorial UPC

Páginas: 85