Es periodista, comunicadora y antropóloga social. Es autora de Los niños del séptimo piso, una colección de seis crónicas protagonizadas por seis pacientes oncológicos infantiles: Miller, Jimmy, Valentina, Diana, Dilthey y Valeria. Llegó a estas historias cuando aún era estudiante universitaria y era voluntaria de Donante Pendiente, una asociación civil que se dedica a buscar donantes de sangre y plaquetas para pacientes. Todas tienen un escenario en común: los pasillos del Instituto Nacional de Enfermedades Neoplásicas (INEN).
Como has contado en varias ocasiones, tú ya tenías un vínculo con este tema antes de llegar al curso de Periodismo Literario. ¿Cómo decides que tu proyecto iba a tratar sobre ello?
La primera vez que llevé el curso, mi tema era otro: iba a hablar sobre el GEIN. Yo tenía alrededor de seis fuentes muy relevantes (había entrevistado a Marco Miyashiro, iba a entrevistar a Benedicto Jiménez en la cárcel); el problema era que el curso exige un mínimo bastante alto de fuentes y, para mi profesor de entonces, no eran suficientes y me jaló. La segunda vez cambié de profesor, llevé el curso con el periodista Daniel Goya y tuve el mismo problema, me advirtió que me faltaban fuentes y que no lo iba a lograr. Pero él fue más inteligente. Un día, me preguntó sobre el trabajo que yo hacía los sábados. “¿El de Neoplásicas?”, le respondí. Y él asintió.
En ese entonces, yo prácticamente vivía en el INEN; salía de la universidad y me iba para allá o me escapaba de clases para contestar alguna llamada. Era otra casa para mí. Pero esto era distinto: ahora debía visitar este espacio para hacer entrevistas. Al principio no quise. ¿Cómo iba a escribir un libro sobre eso? Sentía que era algo muy morboso, que sobre eso no se escribía. Daniel me dijo: “Todo depende de cómo lo mires”. Me propuso, entonces, escribir un libro con una estructura distinta a las de mis demás compañeros: me sugirió que eligiera los casos de cinco pacientes oncológicos y que mi libro estuviese compuesto por cinco crónicas (más adelante, para la publicación, se sumó una historia más). “Habla con los papás, averigua si estarían de acuerdo”, me dijo. Cuando les comenté sobre el proyecto, me respondieron que sí inmediatamente. Les emocionó mucho la idea de que alguien contara la historias de sus hijos que, justamente, habían sido olvidados por todos.
¿Esa resistencia inicial que tuviste se debió a que las historias te impactaban de manera muy personal?
Es que siempre fue algo personal. Los chicos que finalmente elegí eran los casos más largos que yo había tenido como parte de Donante Pendiente. Yo conocía a uno de los niños desde que tenía dos años, a otro desde que tenía cuatro. Había estado junto a ellos cuando entraron en remisión y regresaron a sus provincias y pueblos de origen. Había recibido llamadas de sus padres contándome que se les estaba cayendo el pelo o que les dolía la pierna. Esta última siempre era la señal de que les había regresado el cáncer; por lo menos, así era con mis chiquitos.
Para mí siempre fue importante, esos niños siempre fueron importantes. Yo iba todos los fines de semana y les llevaba regalos; y, si no les llevaba regalos, les contaba cuentos; y, si no les contaba cuentos, me sentaba con ellos cuando hacían sus rondas de quimio. Y me dejaban pasar. No dejan a nadie pasar, pero a mí sí porque me conocían. Cuando estaban en emergencias, me dejaban pasar. Y cuando vomitaban sangre, me dejaban pasar. Y cuando tenían que vomitar sangre y estaban asustados, era yo la que les cogía la mano. Porque no quería que sus mamás los vieran así. Tal vez por ello no quise hacerlo en un principio, cuando Daniel me lo propuso. Porque no quise que los papás pasaran por todo eso de nuevo. Y, tal vez, egoístamente, yo tampoco quería pasar por todo eso de nuevo.
¿Qué criterios tuviste en cuenta para elegir a los protagonistas de estas historias?
Que todos fueran niños era el primer factor. El protagonista de la crónica que abre el libro es Miller. Yo siempre decía que, si tuviera un hijo, sería como él. Miller todavía es, para mí, el niño más hermoso que existe en el mundo, es la luz de mis ojos; no hay ninguno con la sonrisa tan perfecta y tan hermosa. Él me veía corriendo de un lado para el otro en el Neoplásicas y gritaba: “¡Tía Camila!”. Lo elegí porque a él lo llamaron “el niño milagro”. Cuando llegó a la clínica en Cajamarca no tenía nada de hemoglobina, prácticamente lo habían declarado muerto. Y, sin embargo, al llegar a Lima, seguía vivo. ¿Cómo no iba a contar la historia del niño milagro, el niño que seguía vivo a pesar de haber viajado en ese estado?
La segunda historia la elegí más por la mamá que por la niña. Para mí, Carmen es una madre coraje (así se llamó el capítulo, de hecho); es el epítome de la madre que hace todo por su hijo. Diana, su hija, nació con síndrome de Down, y estuvo enferma de leucemia durante diez años, desde los siete hasta que murió, a los diecisiete. Durante ese tiempo, Carmen se pasaba todos los días cargándola, bañándola, vistiéndola; ella vendía gelatinas en el micro, hacía polladas. Lo que más me gustaba era cómo hablaba con los otros padres del Neoplásicas. Decía: “No llores, que tu hijo nunca te vea llorar, tienes que ser más fuerte. Anda, métete al baño y llora en el baño, pero no llores delante de tu hijo”. Yo me quedaba impresionada de su fortaleza. Ella nunca lloró delante de mi “chinita”, como le decíamos a Diana. Siempre decía “disculpen”, se iba a una esquina, lloraba todo lo que quería, regresaba, se limpiaba, se lavaba, se ponía rimmel, se maquillaba y regresaba perfecta. Diana le decía: “Mamá, tú siempre estás bien arreglada, pareces una princesa”. Carmen respondía: “Es que lo soy, hija. Igual que tú. Todas somos princesas”.
¿Cuáles fueron las mayores dificultades a las que te enfrentaste durante la cobertura?
Un gran problema para contar la historia de Miller era que sus papás, Nelly y Santos, se odiaban. Ellos nunca estuvieron casados. Y, cuando yo los quería entrevistar, tenía que hacerlo en mi carro porque era el único lugar en el que podían pelearse sin que su hijo escuche. Los metí a ambos en el carro y ella comenzaba: “Es que tú, Santos, eres un…”. Él le respondía igual. Y yo parecía la psicóloga. Por dentro, pensaba: “¡Callense! ¿No se dan cuenta de que su hijo se está muriendo y ustedes se están gritando?”. Eso no está en el libro porque en el texto yo soy como un tercero que no dice lo que siente y piensa. A Nelly y a Santos los quiero mucho, pero era muy difícil hablar con dos personas que se peleaban tanto.
Otra historia difícil de cubrir fue la de Kari -que está en el tercer capítulo-, una mujer que se culpaba mucho por la enfermedad de su hija, Valentina. Ella sentía que debió haber sabido que su niña tenía un tumor, que era una mala madre por ello. La suya fue una de las historias que más tiempo me tomó porque, cada cierto tiempo, debíamos hacer interrupciones muy largas. El texto se llama Los miedos de Kari. Y, de cierto modo, eran miedos justificados. En determinado momento, los doctores del INEN le dijeron que debían operar la vejiga, los ovarios, el útero y el colon de Valentina. Le dices eso a la madre de una niña de cuatro años y, por supuesto, se pregunta si su hija se va a morir. El día de la operación yo estuve ahí con Kari, que estaba embarazada entonces y que, finalmente, perdió al bebé. Valentina sobrevivió. Y ahora está enorme. Es el primer puesto de su promoción del colegio, habla inglés perfecto, toca guitarra; es una chica muy tranquila. A su mamá, Kari, no le gusta hablar sobre lo que sucedió en Neoplásicas. Al tocar el tema, ella siempre dice cosas como “ya cállense, ya pasó el tiempo, Valentina ya está bien”.
Hubo historias que fueron complicadas por cuestiones de logística. A Jimmy, por ejemplo, yo lo conocía desde hacía muchos años, pero, cuando comencé a hacer el libro, él y su familia estaban viviendo en Chile. Es por ello que toda la cobertura se tuvo que hacer de manera remota. Entonces no había Zoom y tampoco podía llamar por teléfono porque era una llamada de larga distancia; así que tenía que contactar a Eliana, la madre, por Facebook Chat (y siempre se cortaba). Además, ella tiene cuatro hijos que siempre estaban gritando; eran entrevistas un poco desesperantes.
Una vez terminada la fase de cobertura, ¿qué estrategias usaste para ordenar tu material y ponerte a escribir?
Muchas de las historias me las acordaba de memoria, así que no tuve que transcribirlas, hasta me acordaba de las fechas. Eso pasa porque trabajaba con mis personajes todo el tiempo. Otras sí las tuve que transcribir, como la de Kari, que era larguísima. Y tenía que poner una pausa cada cierto tiempo porque había partes que eran muy fuertes.
Al ponerme a escribir me acordé mucho del curso Taller de Crónicas. De hecho, el texto arranca de una manera muy crónica, con la historia de Miller. “Santos Ávila acaba de recibir la peor noticia que cualquier padre pudiera imaginar. Siente el miedo atorado en su garganta como un nudo, presionando contra su mandíbula y evitando que respire”. Es un arranque de crónica. Y, me he dado cuenta que, a veces, cuando escribo en redes sociales, lo hago de la misma manera. Es como un estilo que tengo. En El Comercio, se publicó una crítica en la que José Carlos Yrigoyen dijo que el de Miller es el mejor texto por lejos. También dijo que a la cronista le falta perfeccionar su estilo. Claro que sí. Es mi primer libro. Y no me considero una cronista, para empezar. Yo no tenía intención de publicar. Este libro fue, sobre todo, una promesa. Se publicó porque yo le prometí a Miller que lo iba a hacer.
Cuando una persona va a morir, el día anterior o un par de días antes, ocurre un fenómeno extraño que no sé cómo se llama. La persona “revive”, por decirlo de alguna manera. A Miller le sucedió. Un día, en el INEN, Nelly, su madre, me llamó y me dijo: “Miller está perfecto, funcionó la quimio”. Él estaba en emergencias, y yo me acerqué con un carrito, siempre le llevaba un Hot Wheels de regalo. Me abrazó y me agradeció. “Gracias, tía Camila”, dijo. Con las justas me hablaba. Me cogía de la mano, sus venas estaban todas reventadas. Pero estaba feliz. Le contaba a su papá que, cuando saliera, quería ir al tren eléctrico, él quería manejar trenes cuando fuera grande. Al rato, la doctora llamó a sus padres a un lado para decirles que eso no era lo que ellos creían. Que solía suceder. Que era algo normal. Obviamente, sus papás no querían creerlo. ¿Quién querría creerlo? Su hijo estaba ahí, sentado, de lo más tranquilo. Solo recuerdo que le dije a Miller: “¿Tú sabes que te quiero mucho, no?”. Él se quedó mirándome. “Sí, yo te quiero más”, respondió. Le di un beso en la frente y dije: “Yo voy a hacer que todo el mundo sepa quién eres”. Él se río. Me dijo: “Ya tía”. Y eso fue todo. Ahí está el libro.
Ahora que ya está publicado, ¿qué consejo podrías darle a alguien que va a iniciar un proyecto como este?
Le diría lo mismo que me dijo Daniel Goya: que escoja un tema que les guste. Recuerdo que él nos decía: “Tienen que elegir un tema que los apasione tanto, que quieran sentarse en su computadora a transcribir”. Todo el que ha hecho periodismo alguna vez sabe que transcribir entrevistas es horrible; para mí, es lo peor que hay. Si logras encontrar ese tema que te fascine a ese nivel, entonces buscar información, leer e investigar te va a gustar, no lo vas a sentir como una chamba. Eso fue lo que yo sentí con Los niños del séptimo piso. No estaba haciendo un trabajo universitario, estaba hablando sobre mis chiquitos.